Poco se habla sobre cómo la compañía que uno tiene en un viaje puede influir en el tipo de visita que se va a realizar al destino escogido. Ya había estado anteriormente en Sevilla, pero el hecho de hacerlo en este caso junto a mi padre, firme practicante del esmorzaret valenciano (antecedente mediterráneo del moderno brunch), y mi madre, creyente y admiradora de vírgenes y santos, marcó el devenir de unos días que pasaron, principalmente, entre templos gastronómicos (tabernas y bares), por un lado, y templos religiosos (iglesias y capillas), por otro.
Sorpresa y contemplación de mitos
Crea uno en la suerte, en Dios o en el destino, el hecho de ser la barroca Real Parroquia de Santa María Magdalena la primera a la que entramos de entre las múltiples que acoge la capital hispalense puso el listón alto. Y eso que lo hicimos sin querer y sin saber, ya que no es de las más conocidas, al menos para los más profanos en la materia, como un servidor.
Es por ello que, cruzando su puerta, nos sorprendió encontrar su enorme y dorado altar principal, digno de veneración incluso por parte de personas no religiosas, cuanto menos desde un punto de vista artístico. Y es que, no en vano, este retablo, que data del siglo XVIII es el segundo mayor de la ciudad, solo por detrás del de la Catedral de Sevilla.
La siguiente parada religiosa sí fue de esas que están en la agenda. Así, callejeando ya de lleno por el centro de la ciudad, llegamos a la plaza de San Lorenzo. Una plaza con encanto que, además de con la Parroquia de San Lorenzo Mártir, cuenta con la Basílica de Jesús del Gran Poder, una de las imágenes más veneradas en la capital andaluza y cuya escultura, del siglo XVII, es obra del artista Juan de Mesa.
Pero si contemplar en directo una de las imágenes más asociadas a la Semana Santa de Sevilla fue como cuando uno va a Nueva York y ve por primera vez in situ cosas que hasta ese momento formaban parte de su imaginario gracias a películas y series, no lo fue menos ver la talla del siglo XVII y autor anónimo de María Santísima de la Esperanza Macarena, más conocida como La Macarena. Ubicada en la basílica que lleva su nombre junto a las antiguas murallas de la ciudad, uno se percata inmediatamente de su importancia cuando ve todo el merchandising que genera, no sólo en su tienda oficial, sino también en los exteriores del templo.
Parada y fonda
Llegados a este punto, era hora de, tras alimentar el espíritu, alimentar el cuerpo. La Bodega Mateo Ruiz, que conocía de alguna visita previa con un amigo que vive en Sevilla, fue la primera elección. Allí pudimos disfrutar de su especialidad: el bacalao, preparado de diversas maneras. Todo ello en un ambiente de taberna clásica en el que la cuenta se la van preparando a uno escrita en tiza sobre la barra.
De allí, para acabar de saciar nuestro apetito, no nos desplazamos demasiado lejos y nos acercamos al Mercado de la Feria, en el que se encuentra el Bar La Cantina. El pescaíto frito, pescado a la plancha, pulpo o mariscos, figuran entre las más demandadas opciones dentro de la oferta de este local que cuenta con una amplia terraza que se suele llenar con bastante rapidez.
Cruzando el Guadalquivir
Al día siguiente, cruzamos el río Guadalquivir para perdernos, desde la plaza del Altozano, por las calles del barrio de Triana. Una de las paradas inexcusables fue la Capilla de los Marineros. En ella se encuentra la reina del barrio, la Reina de Triana, como es conocida la imagen de Nuestra Señora de la Esperanza de Triana, la Esperanza de Triana. La figura, atribuida a Juan de Astorga y originaria del siglo XIX, aunque ha sido sometida desde entonces a múltiples restauraciones, de nuevo apareció ante uno rodeada de un halo de misticismo y magia.
Tras visitar diversos templos religiosos, como por ejemplo la Real Parroquia de la Señora Santa Ana, de estilo gótico y cuyas obras empezaron en el siglo XIII, y gastronómicos, como el Mercado de Triana, volvimos a cruzar el puente para comer en uno de los bares tradicionales que rodean la plaza de toros de La Maestranza, el Bar Taquilla. Allí, entre imágenes que le recuerdan a uno que está en un lugar de culto a la tauromaquia, pudimos disfrutar de tapas típicamente andaluzas como los garbanzos con espinacas, el salmorejo…
Unión de religión y gastronomía en Sevilla
Sin planificar y de nuevo por suerte, por designio divino o por culpa del destino, nuestro último día en Sevilla supuso el epílogo perfecto a una visita movida entre la religión y la gastronomía gracias a la unión de ambos elementos gracias con la visita a un par de conventos de la ciudad y la compra en ellos de diversos dulces tradicionales.
De este modo, en el Convento de Santa María de Jesús, la oferta de las monjas clarisas va desde los corazones de almendra, pasando por roscos fritos, entre otros. Mientras, en el Convento de San Leandro, los clásicos que las monjas de clausura agustinas llevan elaborando desde el siglo XVI son las yemas.
Con el postre ya en nuestras manos, nos acercamos a los alrededores de la Catedral de Sevilla para comer en la Bodeguita Romero, con el guiso de rabo de toro o la carrillada entre los platos destacados de un último ágape que nos llevó directamente al cielo al final de unos días que, además de las típicas visitas al barrio de Santa Cruz, la Catedral, la Plaza de España…, tuvieron en las iglesias y tabernas el principal foco del disfrute.
Para más información respecto a otros aspectos, se puede consultar la página web de turismo de Sevilla.
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