Mallorca siempre da para un nuevo viaje por muy reciente que haya sido el anterior. Los
contrastes de la isla propician los descubrimientos y las búsquedas de lugares que escapen de
las imágenes estereotipadas. En este caso, ¡qué mejor que una Mallorca invernal en plena
sierra de Tramuntana! Y nada de hoteles en el litoral, sino la hospedería del santuario de la
Virgen del Lluc como alojamiento.
Antes, eso sí, llega el aterrizaje con la compañía aérea Vueling, el coche de alquiler con
Centauro (que te cobran 129 euros de más a devolver si entregas el vehículo con el depósito
lleno de gasolina como lo recogiste) y una visita guiada por Palma. De aperitivo, genérica, y con
el mercado de l´Olivar como meta con el objetivo de buscar la sobrasada con aspecto más
sabroso -no me he podido resistir a la aliteración-.
Antes, paseo desde la plaza de España, la de Cort frente a la fachada de ayuntamiento con
degustación incluida de la típica coca de trampó con su variedad de pimiento, llegada hasta la
siempre imponente catedral y retorno por el paseo Born y subida por Juan Carlos I junto al
sorprendente Forn des Teatre Jaume Alemany. Y, para rematar, comida en la cadena
mallorquina de cachopo, cordón bleu y escalope Skalop, con su buena relación calidad-precio.
Desde allí nos desplazamos hacia el interior en dirección a Inca. Atravesamos esta populosa
localidad y ya afrontamos las numerosas curvas que provocan un descenso de nuestra
velocidad hasta menos de 30 kilómetros por hora para alcanzar el santuario de la Virgen del
Lluc, en plena sierra de Tramuntana, coronada con el pedigrí de Patrimonio de la Humanidad.
A una hora casi de distancia de la capital.
El santuario en Escorca
La temperatura baja a medida que subimos. Nuestro destino lo es también de senderistas,
peregrinos y numerosas familias autóctonas con hijos de escasa edad. El recinto monástico
guarda la basílica de la Virgen, con su icónica y venerada imagen ´moreneta´ y también el
centro de estudios de los miembros de la Escolanía, con sus canchas de fútbol y baloncesto.
Horno, tienda de recuerdos, dos restaurantes y un bar, un gran aparcamiento, y hasta 46
moradores censados en este núcleo urbano de los tres que conforman el término municipal de
Escorca (tan extenso como el de la propia ciudad de Valencia al rondar los 140 kilómetros
cuadrados) y que, en total, aglutinan a casi 200 habitantes con regularidad (a 1,5 habitantes
por cada millar de metros más o menos, la antítesis de la capital de la Comunitat Valenciana).
Los visitantes hemos sustituido a los religiosos; el restaurante Sa Fonda, al refectorio de los
monjes, y las actuales habitaciones climatizadas, aunque comedidas en su diseño, a las
austeras celdas. En cualquier caso, el lugar mantiene su espíritu de remanso de paz, de ruego
de silencio a partir de las 23 horas y de espacio de tranquilidad.
El lugar da para explayarse en él, para explorar las incontables rutas que se sumergen en la
sierra Tramontana (o Tramuntana en catalán) o para impregnarse de la devoción, plasmada en
peregrinación con borlas de hasta cinco colores. Así que le dedicamos el día.
Rutas por la Tramuntana
Por la mañana, ascenso hasta el Forn de Calç, los restos pétreos de la construcción en la que se
transformaban piedras en cal siglos atrás. La ruta es tan ancha como perfectamente
identificable. En cualquier desvío existe una señal que te guía hacia la cumbre por sus
diferentes accesos. Ida y vuelta desde el santuario conlleva poco más de una hora, haciendo
ambas por el mismo tramo.
En las vacaciones navideñas no se produce el canto diario del coro de la Escolanía de la Virgen
del Lluc; no obstante, se mantiene la misa diaria de las 12,30 para peregrinos y visitantes. Dos
sacerdotes oficiando la misma en catalán con acento guineano se encargan de la de hoy en
una capilla lateral de un santuario engalanado especialmente para Navidad.
Comida en el segundo restaurante del complejo, el que está junto al aparcamiento, con la
típica sopa de montaña mallorquina que contiene pollo, fideos gruesos y brilla por su sabor a
canela.
Por la tarde, más paseo en los aledaños del santuario con ascenso hasta la cruz que corona una
de las cimas tras pasar por los enormes monolitos que relatan los cinco misterios y recrean el
calvario de Jesús, lectura tranquila en un lugar que inspira a ello y golpe en la rodilla con una
piedra de murete para alterar algo el ánimo antes de cerrar el año y brindar por el inicio del
próximo.
Primer día de 2025 brumoso, de desayuno relajado en el bufé de la hospedería (uno de los
pocos lujos que exhibe) y de recoger el coche en el extremo contrario del alojamiento, el de la
oficina de información, aparcamiento y zona de barbacoa. Y, una vez en él, ponemos rumbo
hacia el extremo norte de la isla.
Pollença y Alcúdia
La primera parada la hacemos en el casco urbano de Pollença, que da para un paseo por la
zona antigua coronada por la iglesia de la Virgen de los Ángeles, con su enorme rosetón y,
sobre todo, las llamativas pinturas en su parte superior. Sorprende. El golpe en la rodilla no
permite la subida al calvario y sí que induce a buscar una farmacia de guardia donde comprar
una crema calmante.
Lo segundo no resulta sencillo. Al ser un día festivo, solamente está de guardia la de Cala San
Vicenç, a unos seis kilómetros del núcleo tradicional. Hasta allí nos desplazamos para
encontrarnos con que la farmacéutica nos dice que no tiene ninguna de las marcas habituales
y sí que nos ofrece como única alternativa otra con cannabis como ingrediente destacado e
incluido en su propia denominación, a precio estratosférico. Aprovecha el monopolio
farmacéutico en este día.
La cala, pequeña, tiene su encanto e invita a un corto paseo y a un oteo del mar. Más largo lo
hacemos ya en el puerto de Pollença, aunque las nubes que tapan constantemente los rayos
de sol y el viento gélido no inducen a disfrutar de terrazas. Es la Mallorca invernal. Y el
atractivo de mayor renombre de la isla lo conforman, precisamente, su costa y playas.
Caminamos lo que podemos y comemos en uno de sus locales unas pizzas anodinas.
Desde allí nos desplazamos hasta Alcúdia, previo paso por el parque natural de l´Albufereta,
con la carretera a ras prácticamente de Mediterráneo. El casco viejo de esta localidad de algo más de 20.000 habitantes destaca por sus murallas medievales reconstruidas que envuelven
un entorno de calles acicaladas con bien escogidas y ubicadas plantas y macetas.
En este caso da para algo más que un paseo. Incluso para una partida de ajedrez a la que nos
reta un lugareño desde el interior de su casa a pie de calle, ya con el tablero preparado ante él.
Para completar la oferta, propone realizar un dibujo y una poesía. Disponemos de tiempo para
lo primero. La ciudad rezuma tranquilidad sin el habitual tránsito de visitantes propio de otras
épocas del año más concurridas. Precisamente por ese motivo muchos locales se encuentran
cerrados, sobre todo bares y restaurantes. Descanso por temporada baja.
Los días son cortos y nuestro alojamiento se halla en el corazón de la sierra Tramuntana, por lo
que requiere de recorrido atiborrado de curvas y marcado por la velocidad reducida. Mejor
retornar antes de que anochezca. Y si da tiempo para un paseo diurno por el entorno del
santuario, como es el caso, mejor para embriagarse del ambiente relajado del lugar.
Fornalutx y Sóller
Así amanece una nueva jornada; en este caso, soleada. Desayuno en la hospedería del
santuario con el servicio habitual de amables camareros marroquíes. Paseo antes de salir
circunvalando el santuario y nos orientamos en dirección hacia el sur por la carretera principal,
la Ma10, más pegada a la costa.
Nuestra primera parada es Fornalutx, un municipio de escasos 700 habitantes que hace algo
más de 50 años era un descubrimiento para los primeros extranjeros que decidieron instalarse
en él y ahora casi podría resumirse, en un sentido más prosaico, como una hilera de
alojamientos turísticos, los ETV de las Islas Baleares. Como en cada localidad, por pequeña que
sea, emerge una agencia inmobiliaria en pleno centro ofertando viviendas a precios que no
bajan del medio millón de euros.
Este pueblo forma parte del grupo que se suele calificar como pintoresco y del club de los más
bonitos de España. Se estira sobre la montaña, en calles a diversas alturas, dentro de la
Tramuntana. La plaza de España ejerce de cogollo, con su iglesia, su supermercado y su
cafetería más concurrida.
Tiene aparcamiento al principio y al final del reducido casco urbano, porque en medio resulta
imposible estacionar. Las calles, al igual que las del casco urbano de Alcúdia, están sumamente
cuidadas, con sus macetas instaladas con tino para impulsar el encanto del lugar.
Desde allí nos desplazamos a Sóller, la principal ciudad de esta parte de Mallorca. Sus casas de
estilo modernista, empezando por la fachada de la iglesia y siguiendo por la de su principal
sucursal bancaria, configuran una de las rutas más atractivas del lugar.
En cualquier caso, su máximo gancho turístico reside en el tren de vagones de madera que
conserva su aspecto original de 1912, que atraviesa el municipio y que tiene su inicio detrás
del propio ayuntamiento, junto a su oficina de información turística (por cierto, cerrada hasta
el 11 de febrero).
Damos un paseo por la calle de Sa Lluna, su arteria comercial más relevante, saliendo y
retornando a la amplia plaza de la Constitución, donde terminamos el recorrido en una
heladería.
Nos desplazamos al puerto de Sóller. La carretera tiene una bifurcación que genera una curiosa
confusión. A izquierda y derecha indica puerto. Además, la segunda de las señales también guía hacia la playa. La tomamos hasta que, de pronto, se corta la carretera y solo permite continuar por ella a nativos. Al resto nos desvía hacia un aparcamiento.
Retornamos a Sóller y esta vez nos orientamos hacia el puerto pero por el lateral izquierdo.
Acertamos. Nos plantamos ante su malecón con su infinidad de embarcaciones amarradas.
Paseamos por él hasta que decidimos sentarnos en una terraza. Hace un día soleado pese al
frío y queremos aprovecharlo. El camarero del restaurante Ca Joan nos invita a ello.
No obstante, la comida se hace esperar. Le comento al camarero que nos aposentó que hace
ya 50 minutos que pedimos nuestros platos. Me responde que imposible y que lo va a
comprobar. Vuelve con un papel que demuestra que ´solo´ han pasado 40 minutos. Habremos
de aguardar diez más hasta redondear esos 50 que sí que se cumplirán cuando definitivamente
lleguen nuestros platos. Para resarcirnos no nos cobra una botella de agua y unas aceitunas
que nos sirvió. Bueno, estamos de vacaciones.
Dudamos sobre si ir a Deià. El problema de la zona montañosa por la que nos movemos
consiste en que las distancias parece que sean cortas pero se hacen eternas. Avanzamos a
kilómetro por minuto, más o menos. Ir a Deià implica después desandar toda la ruta y afrontar
de noche la última media hora hasta el santuario, que ya sabemos por experiencia propia que
está repleta de curvas.
Dejamos Deià para otro día y retornamos a la base con el tiempo justo para dar un paseo antes
de que anochezca y tomar un chocolate caliente de los que anuncia con entusiasmo el
restaurante de la hospedería. Después de una visita a la basílica, nos preparamos para la cena.
Binissalem, Valldemossa, Deià…
Nuevo día, último completo en la Tramuntana. Vamos a tratar de aprovecharlo. Para empezar,
después de pasear por el entorno del santuario y desayunar, nos dirigimos a Binissalem. Como
cada viernes, hay mercado semanal ambulante de alimentación, plantas y ropa. Se ubica en la
plaza local de la Iglesia, en el amplio entorno del templo parroquial.
Tras darle unas cuantas vueltas mentales, me compro una sobrasada. Las vueltas se deben a
que ya me hice con una en Palma, por lo que no tenía claro si adquirir una segunda. Al final me
decido por el sí. Soy bastante aficionado desde niño a este producto y qué mejor que
aprovisionarme en Mallorca. Lo hago al final en una tienda minorista y previo paso por una
bodega, ya que el vino de esta zona tiene especial fama dentro de la isla.
Desde Binissalem nos desplazamos hacia Alaró con la intención de contemplar su castillo, el
principal de los ubicados en esta porción de la isla. El problema radica en que desde el casco
urbano hasta la fortificación el recorrido en coche se extiende alrededor de media hora.
Demasiado para dedicárselo en días tan cortos y a sabiendas de que de ese castillo quedan los
restos.
No es comparable, por ejemplo, al imponente de Capdepera que ya contamos en otro viaje. Lo
observamos, eso día, desde la lontananza, hundidos en el valle y contemplándolo majestuoso
erguido sobre la cima de una montaña.
Seguimos con el itinerario, que hoy lo haremos circular para alcanzar Deià previo paso por
Valldemossa. En esta última localidad comemos su clásica coca de patata, que, aunque suene a
alimento salado, es dulce. En la población, como en otras tantas mallorquinas, hay más turistas
extranjeros que habitantes autóctonos. Los visitantes españoles tampoco somos muchos.
Recorremos la arteria principal hasta la iglesia de San Bartolomé, que destaca bastante más
por su fachada que por su interior, reformado, y ascendemos hasta la Cartuja, su edificio
emblemático construido por Jaume II. No podemos entrar, aunque unos carteles bien visibles
indican que vivió en ella Chopin. Del compositor polaco escribimos hace escasas semanas en la
crónica de Varsovia, por cierto.
Valldemossa está repleta de tiendas de ropa con encanto y de prometedoras terrazas de
cafeterías. La temperatura invernal no acompaña para disfrutar de las segundas, así que
seguimos callejeando por esta localidad con personalidad y con casonas de color ocre, como
Fornalutx o como las que después contemplaremos en Deià.
Nos desplazamos hasta ese último hito del camino, con sus viviendas alineadas en ramales
sobre la montaña. Además de pasear y disfrutar del lugar, sus dos lugares más llamativos son
la casa museo del novelista Robert Graves -ubicada al salir de Deià en dirección a Sóller- que,
como ya nos ocurrió en el pasado, encontramos cerrada, y su cementerio que se eleva, cual
castillo, sobre su cima, junto a la iglesia.
Nos cuesta encontrar espacio donde aparcar y coronar el camposanto, aunque la ventaja de
hallarnos en temporada baja consiste precisamente en eso, en que hay huecos para dejar el
vehículo y en que nada está lleno. Todo se puede visitar sin masificación en la Tramuntana, de
la que forman parte tanto Valldemossa como Fornalutx.
Y, desde luego, el santuario del Lluc, del que nos separan poco más de 50 kilómetros que
tardamos una hora y cuarto en recorrer en nuestro coche hasta alcanzarlo y llegar justo con el
margen de dar un paseo diurno vespertino. El último de este viaje.
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