Pocas cosas hay mejor que comenzar el año Edimburgo, entre fortalezas, fantasmas, historias y pubs. Aterrizamos en la capital de Escocia a las once de la noche (hora local) del 31 de diciembre. Bajar por las estrechas escaleras que habían adherido al avión de Ryanair para descender hasta la pista del aeropuerto bajo un aire polar no constituía la mejor bienvenida. En cambio, la simpatía de los agentes del control de pasaportes mejoró la entrada en Escocia. Después, logramos localizar el autobús de la línea 100, el que traslada hasta la ciudad, cuando acababa de parar y mientras caían unos diminutos copos de nieve.
Eran ya las 23,30. Difícil tomar las uvas en el hotel. En ese autobús todos éramos españoles. Cada grupo viajaba por su lado; aunque a todos nos unió escuchar las 12 campanadas del cambio de año en Canarias (al fin y al cabo, coincide con el huso horario en Escocia) mientras ingeríamos la correspondiente decena de uvas (he de reconocer que una se me cayó al suelo con el movimiento del autobús). Después, todos, conocidos y desconocidos, nos deseamos feliz año.
El autobús nos dejó en George St. No podía avanzar más porque el centro de Edimburgo estaba cortado por las celebraciones de la Nochevieja. A partir de ahí iniciamos un recorrido de casi una hora a pie -única forma de desplazarse- entre oleadas de personas, algunas más simpáticas, otras más animadas y alguna demasiado encendida por el alcohol, arrastrando nuestras maletas hasta llegar al hotel. Curiosa forma de zambullirse en una ciudad que no conoces.
Pasada la una y cuarto de la madrugada llegamos al hotel, en el que no habían habilitado en condiciones nuestra habitación, y nos tocó esperar un rato más para poder tumbarnos a descansar. Al día siguiente o, más bien, en unas horas, nos esperaba un tour gratuito, en este caso con GuruWalk, de introducción a la ciudad.
Dormitamos hasta pasadas las ocho, en que nos levantamos para bajar al restaurante del hotel y probar el desayuno escocés, muy similar al inglés aunque con estas salchichas que tanto les gusta de forma más cuadrada y menos circular. A inundar el plato con las judías típicas con su curiosa salsa no llegamos, aunque sí he de reconocer que el huevo pochado estaba delicioso.
Google Maps nos llevó al punto de encuentro, entre Old fish market street y la Royal Mile, la arteria vial de 1,8 kilómetros que formará parte de nuestro paisaje diario. Nos dividen a los alrededor de 50 españoles que allí acudimos en dos grupos. Nos toca de guía Iris, una catalana con bastante desparpajo y que nos hará especial hincapié, durante su recorrido, en dos cuestiones sumamente populares para quien visita, en general, esta ciudad: su gastronomía y su relación con el mundo del personaje literario Harry Potter.
Entre la leyenda de Maggie Dickinson (la «medio ahorcada») y la lealtad del perro Bobby Greyfriars, adoptado como ciudadano con todos los derechos y enterrado en el cementerio del que es su máxima estrella, concluimos el recorrido.
Vuelta al hotel para reforzarnos de prendas de vestir porque empieza a soplar viento que hace un poco menos resistible el frío. Salimos directos a Bertie´s, un restaurante en Victoria Street conocido por su fish and chips. Ofrece el pescado con dos tipos de rebozado y, además de su calidad, nos llama la atención por la desenvoltura y rapidez con la que atienden a la clientela y que permite reducir las largas colas que se forman en cuestión de escasos minutos.
Queremos visitar o la catedral presbiteriana de St Giles o la episcopal de St Mary. Ambas están cerradas para entrar. En cambio, sí que podemos disfrutar de los puestos del mercadillo navideño, repleto de locales para comer todo tipo de alimentos. Ya anochece y apenas pasa de las cuatro de la tarde.
Atravesamos la National Gallery, que nos proporciona un precioso atajo para, seguido del discurrir por callejuelas del entorno medieval de Edimburgo, plantarnos en la Royal Mile y descender hasta la zona de pubs.
Gaitero y castillo
Me resisto a volver al hotel. Me apetece contemplar el famoso castillo de noche, con su iluminación, y, desde la ya atalaya que constituye su entrada, disfrutar de la panorámica lateral nocturna. Desde allí emprendo un relajado paseo por la -no sé cuántas veces la he citado ya- Royal Mile.
Escucho la canción principal de la banda sonora de la película Braveheart interpretada por una gaitero urbano, me pruebo un par de gorras de paisano escocés en dos tiendas diferentes, busco una figurita de gaitero para mi colección de miniaturas… Disfruto, en definitiva, de la ciudad, sin tener que sufrir un frío excesivo y con más tranquilidad que en Nochevieja. Y con una visita a un pub con actuación en directo y unas pintas rematamos la jornada.
Amanece tarde en Escocia. Hoy nos ha salido un día frío aunque soleado. Lo primero ya hemos comprobado que resulta lo habitual; mientras que lo segundo es algo fuera de lo común que disfrutaremos. La variación de temperatura será entre -2 y +2, lo que aconseja utilizar las mallas que he traído en la maleta y vestirlas debajo del pantalón.
Castillo de Stirling
Hoy nos desplazamos a Stirling, una ciudad que destaca por su castillo y por algo más que luego contaremos. Vamos en tren desde la estación principal de Edimburgo: Waverley. Más o menos nos llevará una hora. Luego el revisor nos explicará que a los niños les hacen un precio especial si compras los billetes en la taquilla; el problema resulta que, quizás porque los días siguientes al primer de año está la mayoría de locales cerrado, las taquillas no se encuentran abiertas y no queda más remedio que adquirir billetes en las máquinas expendedoras, con lo que nos cuestan unas diez libras el trayecto por persona.
No despunta el recorrido por su belleza, aunque nos permite salir del casco urbano de Edimburgo y dirigirnos al centro y, a la vez, al norte del país. En unos 50 minutos nos plantamos en Stirling, la ciudad famosa por la batalla que William Wallace (sí, el protagonista de Braveheart) ganó a las tropas inglesas a los pies del castillo. La iglesia del Holly Rude, la más conocida de la localidad iniciada en el siglo XII, está cerrada, ya que únicamente abre entre mayo y octubre. Con la prisión ocurre otro tanto de lo mismo.
El tramo principal de la visita lo dedicamos al castillo, habitado por monarcas en sus mejores tiempos y del que quedan algunos retazos más antiguos que datan del siglo XIV. Entremezcla la zona amurallada, con recreación de cocinas con platos plastificados y maniquíes que representan al personal de cocina, con la parte palaciega, que incluye la gran sala de banquetes con capacidad para 500 personas.
Las visitas guiadas gratuitas (supongo que las abonas con la entrada de 18 libras) se inician cada media hora. Eso sí, el acento escocés cerrado de algunos cicerone cuesta de entender los minutos iniciales.
En una de las tiendas compro mi figurita del viaje, que, finalmente y como no podía ser de otro modo en la ciudad de su gran triunfo, se trata de la que evoca la persona y hazañas de William Wallace. Desde la parte más elevada de la muralla se divisa la torre monumento al legendario guerrero y puede recrearse, mentalmente, la batalla. Para aumentar la apelación a la épica, en la entrada del castillo se halla el estatua de Robert Bruce, que continuó la lucha contra los ingleses iniciada por Wallace y que llegó a regir Escocia como Robert I.
Después de una sopa en la cafetería del castillo retornamos al centro de Stirling para pasear por sus tiendas, observar una estatua de Wallace, y volver a la estación con el fin de retornar a Edimburgo. Como la citada estación se halla muy cerca de donde se ubica el mercado de Navidad, nos damos una vuelta con el fin de comprar chocolate líquido y llevárnoslo en vaso de plástico, algo muy habitual en esta ciudad -ya sea con esa u otras bebidas- para atenuar el frío que cala en el cuerpo.