Cuando has llegado a Santiago como peregrino, después de recorrer, como mínimo, un centenar de kilómetros, la ciudad adquiere un rango casi legendario. Te transmite una sensación que ronda la épica. Si vuelves, ya no la experimentas como cualquier otra urbe en la que repites como turista. De ella emana algo especial, místico, espiritual.
Y Santiago lo exhibe en cada calle, porque lo mejor, como te aconsejan al llegar, consiste en deambular por sus vías adoquinadas, por su centro histórico catalogado como Patrimonio de la Humanidad. Se trata de desembocar una y otra vez, por cada una de sus vertientes que coinciden con finales de camino, en la plaza del Obradoiro y situarte en su centro, con la catedral delante, el rectorado de la célebre Universidad e Fonseca a tu derecha, el hospital -hoy parador- fundado por los Reyes Católicos a tu izquierda y el ahora consistorial Pazo de Raxoi a tu espalda, entre cuyos arcos se cuelan tanto el viento como integrantes de la histórica tuna compostelana.
En Navidad, con la recreación de un abeto de luces aposentada en su centro y con el clima gélido que identifica a Santiago casi tanto como El Camino, la plaza adquiere una dimensión diferente, con la fachada de la catedral iluminada y ese faro en su campanario que transmite su fulgor durante todo el año jubilar. La plaza supura, para quien se sitúa en su epicentro, una sensación de iluminación en su más amplio sentido, externa e interna.
Antes nos referíamos a callejear por Santiago, a dejarse llevar. Así se descubre que tiene mucho más de que presumir que su icónica catedral, que desde sus ramificaciones como la calle de los Francos o de la Villar, además de entrar en restaurantes recomendables como A noiesa o Mesón 42, se puede acceder a la única iglesia dedicada en España a Santa María Salomé, la madre del apóstol Santiago, el que ha convertido en cosmopolita a la ciudad que ostenta su nombre. Y allí buscar los dos ángeles con gafas. Yo todavía no los he encontrado.
Rúa de Oliveira, la calle más estrecha de Galicia
También se puede aparecer en la rúa de Oliveira, la calle más estrecha de Galicia, cuyo escaso encanto reside en que ronda los 70 centímetros de anchura. O adentrarse en la iglesia de San Fiz de Solovio, la considerada más antigua de la ciudad, donde residía en la anacoreta Paio y en cuya fachada aparece, en plena representación de la adoración a Jesús en brazos de una virgen sedente, el mecenas de la obra.
Del mismo modo puedes bordear el monasterio de las benedictinas, junto al templo dedicado al fundador de la orden, San Benito, tratando de hallar el torno por el que se intercambia alguna de sus elaboraciones, como la emblemática tarta de Santiago, por dinero para mantener su austero estilo de vida de trabajo y oración. De paso, cuentas con la posibilidad de detenerte y buscar mesa en una chocolatería situada en su parte posterior que tiene entrada por dos calles.
Igualmente puedes toparte con alguna reconstitución de las famosas Marías, las dos hermanas que, tras superar un doloroso pasado, desfilaban por Santiago con unas ropas estridentes, estrambóticas, rompedoras o vanguardistas, que cada cual utilice el adjetivo que desee, que todos resultan atribuibles.
En Santiago cada esquina esconde una sorpresa con forma de escudo de armas, pórtico, universidad, iglesia, pulpería, plaza coqueta, tienda de empanadas con sus incontables variedades, de rótulo rimbombante de local…, que en pleno invierno, con la penumbra de la tarde, el aire frío y esa llovizna que parece inasequible a la rendición frente al sol, multiplica el carácter místico que ya transmite la ciudad agrandado por la fama universal de su camino.