Seguimos con la cuarta etapa de nuestro Camino de Santiago. A las cinco ya estamos despiertos después de una noche en la que hemos dormido regular. Finalmente no ha venido la tercera persona con la que teóricamente, según nos anunció la propietaria del albergue, compartiríamos habitación. Las camas son las usuales con cubierta de plástico que las convierte quizás en más higiénicas pero, desde luego, en menos cómodas.
A las 6,30, también sin desayunar (ya llegará el almuerzo que compense), iniciamos la ruta ateridos por el frío de la montaña. ¡Cómo será recorrer esta etapa en pleno invierno!
El primer tramo, un ascenso continuo hasta la Cruz de Ferro
El primer tramo de esta etapa del Camino de Santiago constituye un ascenso continuo hasta la mítica y tantas veces contemplada en imágenes Cruz de Ferro, en la cima del puerto de Foncebadón, a más de 1.500 metros de altura. Una vez asciendes y superas el montículo de piedras que cimenta su base, lanzas una que teóricamente has llevado hasta allí hacia atrás y pides un deseo. Cumplo exactamente el ritual al tercer intento, ya que al primero la he tirado hacia el montículo y al segundo, antes de superarlo.
Nos vamos cruzando ya continuamente con los mismos peregrinos, como un variopinto grupo conformado en El Camino por un español con una estética que me recuerda al enano de El Señor de los Anillos, un inglés con una camiseta en la que pone su nombre -Will, como el indicativo verbal de futuro- que graba vídeos con descripciones suyas en las etapas y una chica más joven de rasgos del extremo oriente asiático.
Nos mantenemos en un ligero ascenso, por una zona boscosa y cubierta de niebla. Pasamos junto al refugio Manjarín, donde tañen la campana al avistarnos, como cada vez que se acerca un peregrino. Llama la atención su decoración con motivos templarios.
Tras 3 horas de caminata, entramos en El Bierzo
Después de tres horas de caminata, entramos en El Bierzo. El cartel colgado en un banco para descansar frente a un imponente paisaje que admirar nos lo hace saber. Famélicos, nos sentamos una veintena de peregrinos en uno de los bares de El Acebo de San Miguel a la espera de que abra, porque aquí todos inician su labor a las diez. La camarera trata, con simpatía, de calmar nuestra impaciencia, que aumenta al verla desbordada frente a tanta demanda.
Mi amigo y compañero de fatigas apenas puede ya caminar, mientras el trazado sigue transcurriendo por sendas irregulares y obligando a saltar entre enormes piedras. La calina merma más la energía. Antes de llegar a Molinaseca, en el tramo final de un vertiginoso descenso de hasta mil metros, se sube a un taxi que le llevará a un centro sanitario que atiende a peregrinos en Ponferrada, donde le vendarán los pies.
Yo atravieso la preciosa localidad de Molinaseca para, a continuación, discurrir junto a la carretera y afrontar la larga entrada a la bella Ponferrada con un calor que va a más. Termino sobre las tres de la tarde los alrededor de 26 kilómetros de esta etapa especialmente dificultosa por su ascenso inicial y, sobre todo, por su prolongado y en muchos tramos aguzado descenso que obliga a frenar continuamente y sobrecarga las piernas.
Hoy sí que compartiremos por primera vez la habitación en la que nos alojan, de siete camas, con una tercera persona. En un extremo nos sitúan a nosotros; al otro, a Giacomo, un joven italiano que disfruta de su primera experiencia por la mítica ruta de El Camino de Santiago.
Llega el momento de reponer fuerzas
Me ducho y vamos a comer a uno de los pocos sitios donde a estas horas nos alimentarán: en la Estafeta, en plena plaza central. Las sombras resultan escasas y muy cotizadas. No estoy disfrutando tanto de la cerveza fría como hace un par de años. Cada vez El Camino conlleva unas rutinas diferentes. En este, la cecina y los bocatas de lomo con queso acompañados de leche caliente con Colacao se han convertido en mis manjares de almuerzo.
Hoy opto por no hacer siesta y prefiero aprovechar la estancia en Ponferrada. La cola para entrar en la oficina de turismo me detrae del intento de visitar el castillo. Es la segunda vez que me ocurre esto en la capital de El Bierzo. Todavía no he podido entrar. Espero que a la tercera vaya la vencida.
En cambio, me siento en una cafetería en plena plaza central a disfrutar del ambiente mientras leo una biografía recién comprada de Cicerón y, seguidamente, visito la basílica de la Virgen de la Encina, la patrona local. Asisto a la misa de peregrinos y al acto final en el que el párroco nos invita a acercarnos ante el altar a los peregrinos presentes (somos seis: una pareja de Polonia, una mujer de Colombia, otra de Eslovenia, un hombre de Toledo y yo), nos pregunta nuestro origen, nos bendice y nos regala una estampa de la Virgen de la Encina.
Al terminar, el diácono se me acerca y me pregunta de qué parte de Valencia soy. Tras responderle que de la misma capital, me contesta con una sonrisa que él ha nacido en Paiporta y se marcha. Segunda vez que el hecho de comentar que soy valenciano me genera una complicidad en El Camino este año.
Esa noche compartimos una pizza. Antes, rompiendo mis reticencias a llevarla, decido comprarme una gorra para evitar que el sol siga achicharrándome la cabeza. Se trata de la segunda vez en un viaje que me veo obligado a hacerlo. La anterior fue en un islote del lago Titicaca, en su parte peruana.